De un modo gradual y quizás por eso no tan notorio, la pandemia transformó buena parte de los idearios vigentes hasta hace apenas algunos meses. Varias de las suposiciones que orientaban nuestra forma de entender el mundo se han convertido en obsoletas. Entre ellas, ocupa un lugar destacado aquello que el filósofo Michel Foucault llamó la fobia al Estado, es decir, la actitud de rechazo instantáneo e irreflexivo a toda acción llevada a cabo desde la órbita estatal.

En Argentina, esta actitud tuvo su auge allá por la década del 90’. Durante esos años, la difusión y repetición de ciertos discursos de cúneo neoliberal terminaron instalando una perspectiva desde la cual la política aparecía como una actividad intrínsecamente corrupta y el Estado como una estructura cuyo único fin era conservar el lugar de privilegio de representantes y funcionarios. Desde esta lógica se postuló la necesidad de despolitizar las instituciones públicas, correrlas de las funciones de coordinación y convertirlas en meras prestadoras de servicios básicos: reducir al Estado a su expresión mínima para que cada individuo pudiera encarar sin obstáculos su camino hacia el progreso y la felicidad.

Este proyecto no alcanzó a realizarse. El Estado no ajustó su estructura ni disminuyó sus dispositivos de intervención. Sin embargo, utilizando como excusa la reducción del ámbito público, reorientó sus acciones hacia el beneficio de los grupos económicos concentrados. En definitiva, en Argentina nunca existió de manera concreta el Estado mínimo. Pero sus espectros tuvieron efectos ciertamente nefastos.

Tras el estallido de 2001, la importancia de la dimensión colectiva de nuestra existencia social regresó a los primeros planos. La política recuperó en buena medida su rol central y el Estado volvió a constituirse en su escenario más importante.

La pandemia que atravesamos en 2020 parece haber llegado para completar aquella faena. Quienes hasta hace apenas algunos meses miraban al Estado como un obstáculo o incluso como un enemigo, hoy descubren que la coordinación centralizada es el único modo de lidiar con problemáticas complejas. También reconocen la importancia insoslayable de la asistencia estatal ante la emergencia económica y social –de hecho, la reclaman–, y se muestran expectantes ante el involucramiento del Estado en la definición de estrategias epidemiológicas y en el desarrollo de tratamientos y vacunas. Por cuestiones como éstas, el Estado dejó de asemejarse a un ente anquilosado y opresor para presentarse como un actor principal, un protagonista al que se le exigen resultados y del que se esperan soluciones.

Esto no quiere decir que hayan desaparecido los alegatos anti-estatales, pero frente al grado de evidencia que ofrece nuestra actualidad, esos discursos deben multiplicar sus esfuerzos para no sonar como efusiones trasnochadas. Esto tampoco quiere decir que el Estado, por arte de magia, haya comenzado a hacer todo con eficiencia. Antes bien, esto quiere decir que el eje de las discusiones se ha corrido. Nos habíamos acostumbrado a pensar que el Estado es conservador e ineficaz por naturaleza mientras que el sector privado es innovador y competitivo por necesidad. También nos habíamos acostumbrado a plantear la relación entre el Estado y la sociedad en términos de un trade-off: si el Estado avanza, la sociedad retrocede y viceversa. Nuestra actualidad nos muestra de manera palmaria que ambos planteos son ridículos. El problema no pasa por definir si es necesario más o menos Estado. El problema pasa por encontrar la forma de lograr un Estado mejor.

En su libro El Estado emprendedorMitos del sector público frente al privado, la economista ítalo-estadounidense Mariana Mazzucato destaca que, lejos de actuar como una estructura meramente burocrática, el Estado es la organización más emprendedora y la que asume inversiones de mayor riesgo. Mazzucato muestra que las grandes innovaciones del siglo XX sólo fueron posibles a partir del apoyo estatal. Por eso, según la autora, resulta indispensable revitalizar al sector público y orientarlo hacia una integración inteligente con el sector privado en vistas de diversificar la producción económica para generar nuevas posibilidades de desarrollo.

Propuestas como la de Mazzucato se encuadran en los horizontes de los países que suelen describirse como “desarrollados”. ¿Podríamos nosotros, habitantes de estas latitudes, hacernos eco de ellas? ¿Seríamos capaces de buscar allí un reflejo posible? ¿Querríamos adoptarlas y adaptarlas?

Estos meses nos han recordado que, en definitiva, por obra o por omisión, acertando o errando, el Estado es el articulador principal de las dinámicas de nuestra vida social. El espacio que dejan los espectros que esta pandemia se lleva consigo nos compromete con el desafío de mejorarlo.

*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario. Investigador de Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF).  Twitter: @boti927