El precio de la lealtad
La identidad diferenciada y el Albertismo como el mantenimiento del formato panperonista que determina la dinámica de la coalición
La renuncia de Máximo Kirchner, que sacudió toda la estructura de apoyo gubernamental, impactó sobre la dinámica interna de Juntos por el Cambio y detonó todas las ansiedades en empresas, embajadas y mercados; puede que no sea meramente un cambio de engranaje político al interior de la coalición oficialista construida de sobre pique bajo las llamaradas incandescentes del crepúsculo cambiemita de 2019.
Es claro que el cristinismo, solventado en cuadros (y mucho menos en votos) por La Cámpora, se estableció, planteó y modeló al Frente de Todos como el cuerpo donde es accionista mayoritario. Y que el mismo FdT era, en esa concepción, una rectificación moderada pero suficiente para volver a atraer al redil a la clase media, el voto urbano, el voto pampeano y voto peronista que habían huido masivamente tras el desfonde de la experiencia 2011-2015. Si 2003-2007 se trataba del kirchnerismo de reconstrucción, 2007-2011 como el kirchnerismo de las reformas, 2011-2015 quedaba como una suerte de brezhnevismo sin continuidad: autocelebración, estancamiento económico, enlentecimiento de la capacidad de reacción, reducción del núcleo de decisores y pugnas por poder con proyecto agotado y sin sucesión.
La derrota bonaerense de 2017 había laudado de manera lacerante: terminado Brézhnev, no habría un Chernenko. Solo quedaba la salida Gorbachov: apertura hacia el exterior y al mundo privado, recalificación de la relación con el mundo agroindustrial, revinculación con el peronismo mas situacionista. La geografía electoral era impiadosa: territorios indómitos para el no peronismo como La Rioja, Salta o Jujuy, amenazaban con transformarse en “swing states” favoreciendo a Cambiemos; la desastrosa campaña de Esteban Bullrich en Provincia no había implicado la derrota electoral, hábilmente compensada por la entonces gobernadora María Eugenia Vidal, derrotando a la jefa del kirchnerismo en el corazón político de su estrategia. En Córdoba y Mendoza, el camporismo ya era mala palabra, algo que se ratificaría durante los años siguientes; Santa Fe y Entre Ríos amenazaban con la misma tendencia. La candidatura revulsiva de Alberto Fernández venía a inyectar centrismo en la descomposición sociológica que padecía la identidad cristinista, camino a ser el Partido Nacionalista de la Tercera Sección Electoral.
Pandemia mediante, el recentramiento del gobierno en AMBA, y múltiples problemas de coordinación, más la reducción del gobierno hacia la única agenda de reencauzar con el FMI la herencia de ludopatía recibida de la gestión anterior, condujeron a La Gran Abstención: la penalización hogareña por abandono, sin lugar para IFEs peregrinos. Apenas un reencauzamiento inversor de lo público y un tibio empoderamiento en los profesionales de la comunicación bastaron para que el elector bonaerense decidiera darle una nueva oportunidad, sin cheque en blanco al gobierno, en noviembre. El sueño de las 120 bancas como primera fuerza que exteriorizaba el larretismo derivaron en una penalización tenue, hija de la recuperación oficialista y la geometría del federalismo argentino: primera fuerza con menos bancas en Diputados y pérdida del quorum en el Senado. La bandera levantada con excesiva prontitud contra la presidencia de Sergio Massa caía sin deudos ni afectos. De alguna manera, la recomposición ayudó a afianzar en una tenue estabilización interna, abortada la revuelta del agosto rojo planteada por la masiva renuncia de funcionarios, con un saldo inesperadamente mixto: los renunciantes se mantenían, pero su sector no recuperaba poder, y en algunas áreas, lo perdía: la soldadesca de Paula Español, Débora Giorgi y Ricardo Salvarezza no serían defendidos.
La renuncia y el Acuerdo
El episodio de la renuncia de Máximo es quizás la confesión abierta de un descubrimiento reciente: la presidencia no se puede lotear. Su ocupante, aun condicionado por el contingente legislativo, la composición accionaria de los votos y las frondas ministeriales concentra en nuestro sistema atribuciones impermeables a cualquier ánimo de vicepresidencia imperial. Dicho puesto dotó a Alberto Fernández de una capacidad de maniobra política como la presidencia de la Cámara dotó a Sergio Massa: atribuciones muy por encima de su capital electoral efectivo, solidificando el capital simbólico que había forzado al kirchnerismo a pactar: imanes de adhesiones alienadas oportunamente por el unicato 2011-2015, y promotores entusiastas de bienes raíces de la gran inmobiliaria del pragmatismo peronista. El acuerdo con el Fondo Monetario, cuya necesariedad no era discutida por nadie relevante, terminó en un entendimiento cuya página más áspera la escriben en conjunto la drástica reducción de asistencia al tesoro para 2022, y una reducción de subsidios que atormenta las noches de los Federicos insurgentes: Bernal y Basualdo, junto con el Secretario de Energía Darío Martínez. Martínez, por cierto, ex tercer puesto en Neuquén 2017, apenas resistiendo por cuatro mil almas el ejercicio humillante de ser superado por el peronismo disidente del hombre de Cutral Có, Ramón Rioseco, hoy parlamentario del Mercosur. Capitanes de la descapitalización electoral.
Sin embargo, dicho acuerdo es substancialmente más benevolente que el preferido por el conjunto del pensamiento liberal argentino, y enormemente más permisivo en lo fiscal que el trato recibido por otros países en tratativas similares, desde Ecuador y Turquía, hasta Egipto y Grecia. Por influjo del poder presidencial y la dinámica macro que impone el acuerdo con el FMI, la renuncia intempestiva de Máximo Kirchner parece más un movimiento defensivo para condicionar el futuro (y preservar lo que ya se tiene, de ahí la orden de no mas renuncias hacia el interior de la administración) que ser piedra de toque de un cambio en favor de la agenda cristinista. El silencio pétreo de la vicepresidenta marca los límites de la realidad: con 16 diputados y 9 senadores no se toma el cielo por asalto. El Frepaso juramentó 34 parlamentarios en diciembre de 1999.
Máximo Kirchner no era antes el maestro del pragmatismo zen y ahora tampoco es el imam radicalizado que lidera la segunda intifadah contra el infiel albertista, como antes tampoco fue el gamer alienado por una vida de lujos y facilidad. Es sencillamente un dirigente el cual, por el peso de su apellido, debe cogestionar un espacio en el nadir de su influencia social, con la principal portadora de la marca aproximándose a los 70 años y su hombre de confianza, depositado en la moledora implacable de la gobernación bonaerense. Y esa gestión pasa por preservar la marca, y de alguna manera, blanquear la relación de fuerzas: no hay material para pulsar la realidad y llevarla hacia el molino propio, y no parece que se cuente con eso a mediano plazo. El misterio de como se votará como diputado raso un acuerdo censurado como líder de la mayoría es la próxima pantalla del juego de un combate cuyas reglas macro ya están manufacturadas, en perjuicio del programa cristinista.
Esto para Alberto Fernández puede implicar un cimbronazo, la cronificación de una guerra de guerrillas que enloquece a los gestores gubernamentales y un contraste para su autoridad presidencial. Pero también puede empujar (y la designación del equidistante Germán Martínez como sucesor de Máximo parece indicarlo) a un realineamiento interno que implique mayor dosis de influencia al peronismo clásico y a elementos de tecnocracia progresista pragmática, observable en el coordinado fuego graneado de los “Jóvenes Turcos” que rodean a Martías Kulfas en el Ministerio de Industria, y el premierato temporal de facto ganado a pulso por Martín Guzmán.
Quizás, como nunca desde 2019, existe la posibilidad de una identidad diferenciada, al margen de emergencias, compensaciones y premios con castigos. A diferencia de lo previsto, no sea quizás el Albertismo el núcleo central, sino el mantenimiento del formato panperonista con cambio fundamental en el eje gravitacional que determina la dinámica de la coalición. Una vanguardia ideológica que marca fronteras, pero un centrismo peronista, ganador en 2019, cuya ausencia fue duramente tarifada en 2021, que conduzca al sueño larretista: la coalición del 70%, pero de signo ideológico opuesto.
Quizás, luego de las experiencias 2011-2015 y 2015-2019, se esté abriendo espacio para que el péndulo deje de fluctuar, y el ciclo político presente un nuevo escenario: dos coaliciones con sectores intensos tenidos en cuenta, pero que no ejercen la conducción de sus espacios, con terceras fuerzas gravitando sobre el debate nacional sin desbancar a los protagonistas.
Pero esa alternativa requiere acción política, y no reacción compensadora. Ejecutividad, y no placidez especulativa. Esa historia se está escribiendo ahora, y se escribirá en los próximos meses decisivos de este 2022, el último año operativo para la gestión, antes de la tómbola de 2023. En todo caso, marca el dilema sobre el destino de la lealtad del kirchnerismo histórico: si a la identidad cristinista forjada por el conflicto con el agro en 2008, o con el pragmatismo nestorista que buscaba cambiar las mareas sin negar las olas. Porque al mar hay que tomarlo en serio.
*Docente e Investigador de la Universidad de Buenos Aires, consultor y analista político. Twitter: @Talavera___