Como la cigarra, después de varios años bajo tierra, Ignacio Lula Da Silva ganó las elecciones y volverá a ser presidente de Brasil. El candidato del Partido de los Trabajadores sopesó 580 días en la cárcel, un juicio oral y público por corrupción, un cáncer de laringe, un golpe palaciego contra su sucesora Dilma Rousseff, la muerte de su ex mujer y de uno de sus nietos para erigirse como candidato y gobernar el país más importante de la región por tercera vez en su vida política. “Me considero un ciudadano que ha vivido un proceso de resurrección. Me intentaron enterrar vivo y aquí estoy”, dijo este domingo a la noche ante una sala de prensa abarrotada de periodistas de todo el mundo en el Hotel Internacional, en el centro de São Paulo.

La odisea del líder del PT y el resultado de la elección tendrán un impacto difícil de medir para la política argentina. El eco irá en varias direcciones, no sólo porque Brasil es el principal socio comercial del país y todo lo que allí sucede tiene efectos en la política, la diplomacia y los empresarios por igual; sino sobre todo por el cambio drástico que supone el reemplazo de Jair Bolsonaro por Lula en cuanto a las formas de ejercer el liderazgo y de conducir a una sociedad, en este caso la más numerosa y diversa de América del Sur.

Algo de eso dejó en claro el propio Lula cuando dijo que “no hay dos Brasil, hay uno sólo, y un sólo pueblo” y que el resultado no debe atribuírsele únicamente a él, sino a todos los sectores sociales, partidos políticos, dirigentes y voluntades que dejaron de lado diferencias importantes, que se arrastraron durante muchos años, para unirse frente a lo que consideraban una amenaza, un peligro. Enfrentar a Bolsonaro bastó como consigna porque se habían corrido demasiado los límites del juego democrático y había que “bajar las armas” (Lula dixit) y apaciguar el tono de violencia política asentado en la sociedad brasileña.

Luego del atentado contra su vida que sufrió Cristina Kirchner, y a la luz del surgimiento de grupos proto-fascistas en argentina, esas mismas alarmas empiezan a sonar en argentina, luego de varias décadas lejos de la violencia política. La proliferación de candidatos de extrema derecha, que reivindican la última dictadura militar, y el coqueteo del principal partido de oposición, el Pro, con varias de esas ideas, configura un escenario de pre-bolnosarismo, o al menos es uno de los peligros latentes. Varios dirigentes opositores de peso, de hecho, apoyaron sin miramientos a Bolsonaro a pesar de haberlo visto con una metralleta, del asesinato de varios militantes del PT, de su abierta homofobia y de que, entre otras cosas, llamó “débiles” a los miles de muertos en pandemia, muchos de cuales quedaron sin sepultura y fuera de las estadísticas oficiales, que fueron burdamente manipuladas.

Frente a semejante monstruo, Lula construyó una candidatura de centro. Sin renunciar a su origen en la izquierda y en la tradición nacional y popular de los gobiernos progresistas del primer tramo de este siglo en toda la región (Bolsonaro pegó en ese punto de flotación durante los debates presidenciales), el presidente electo tejió alianzas con establishment y con Estados Unidos. Lo apoyaron el presidente Joe Biden, la revista liberal The Economist, los afamados “mercados” y hasta los medios hegemónicos que habían ejercido una acérrima oposición a sus anteriores gobiernos, como O Globo.

Pero para hacerlo, Lula no se escondió. Encabezó la boleta presidencial. No utilizó un “delfín”, ni se encerró en sus viejas alianzas. Por el contrario, las amplió, y ocupó él mismo la centralidad. Eligió, en ese aspecto, el camino inverso de Cristina y el Frente de Todos. Para ganarle a Mauricio Macri, la vice erigió a un candidato que ahora no le pertenece y se encerró únicamente en el peronismo. El propio Máximo Kirchner admitió públicamente ese “error” en una entrevista reciente con Roberto Navarro. ¿Habrá un clamor para enmendarlo en 2023?

Dijo Daniel Scioli, el embajador argentino en Brasil, que Lula le admitió en privado  que “para ser candidato, tenían que ocurrir tres cosas: saber que estaba bien de salud, anticipar que iba a ganar las elecciones y contar con la fuerza para llevar a cabo un buen gobierno”. No había otra condición. Otro dirigente, como Miguel Pichetto, hace semanas dejó otra frase con reminiscencias locales: “En Brasil juegan los titulares”, dijo.

El argumento que esgrimió CFK en aquél video que anunciaba la fórmula Fernández-Fernández en mayo de 2019 pasaba por la gobernabilidad. Vaya si Lula la tiene difícil en ese sentido: gobernará con un parlamento manejado por Bolsonaro, afrontará una economía en retroceso y una sociedad bajo los efectos de la post-pandemia, además de una oposición acérrima, que se va del poder con el 49 por ciento de los votos y varias gobernaciones importantes, como San Pablo. Bolsonaro, sin ir más lejos, todavía no reconoció el resultado, y se vienen dos meses plagados de tensión durante la transición de un mandato a otro.

Para afrontar ese vendaval, el líder del PT tendrá como aliados a su vicepresidente Geraldo Alckmin, un conservador y otrora contrincante, ex gobernador de San Pablo. También, posiblemente, a Simone Tebet, la tercera en discordia, que le apoyó de cara a la segunda vuelta. De ninguno de los dos puede decirse que su perfil es amigable con el proyecto histórico de Lula. Pero el presidente es él, y la fuerza necesaria para aplicar lo más parecido a un programa de gobierno está en los votos que recibió y le permitió ganar otra vez, mayoritariamente del norte y el este y, fundamentalmente, de los trabajadores y los sectores populares en su conjunto. A ellos se debe: hay al menos 33 millones de brasileños pasan hambre.

“Combatir la miseria es la razón de mi vida”, “nuestro compromiso es terminar con el hambre otra vez” y otras frases que dejó en su discurso como ganador dan cuenta de que ese compromiso, a pesar del contexto y de las alianzas, se mantiene intacto. No será el Lula que hizo a Brasil potencia, en todo caso el que la sacará del fondo: en ese punto, también, el contrato electoral es similar al que asumió el Frente de Todos. Por lo pronto, Lula fue suficiente para cumplir respecto a Bolsonaro con aquello que proponía la canción de Chico Buarque: “Usted que inventó la tristeza/ Tenga hoy la fineza/ De desinventar/ Usted va a pagar/ Y bien pagada/ Cada lágrima brotada/ Desde mi penar”.