¿Avance de las derechas o democratización del odio?
Nuestro tiempo está signado no tanto por el “avance de las derechas” y el consecuente “retroceso de las izquierdas”, sino por una profunda mutación de la democracia
Intentar comprender dónde estamos parados supone una difícil tarea que obliga a pensar cómo llegamos hasta aquí y cuán hondo es el calado de las transformaciones que se están produciendo. Dentro de esa búsqueda aparece un tópico que se repite y que suele presentarse como la clave de casi todo lo que está sucediendo en el ámbito de la política: el avance de las “nuevas derechas”. Se trata de una idea sumamente difundida, cuya pertinencia pareciera no poder ponerse en duda. Sin embargo, convendrá prestar atención a los límites que la tradicional distinción izquierda-derecha tiene a la hora de interpretar las novedades que enfrentamos.
Uno de esos límites se expresa en las igualaciones simplificadoras. Norberto Bobbio, el gran pensador político italiano, definió vincularmente a la izquierda y a la derecha como dos conceptos recíprocamente exclusivos y conjuntamente exhaustivos, lo que básicamente quiere decir que no se puede ser de izquierda y de derecha a la vez. Lo que Bobbio no dijo fue que cualquier expresión política deba inscribirse necesariamente en una u otra tendencia. Sin embargo, tomando en consideración los análisis más difundidos, parece que sólo se puede ser de izquierda, de derecha o de centro, y así todo el intrincado registro de proyectos políticos, con sus tensiones y con sus vasos comunicantes, queda reducido a una linealidad unidimensional maniquea.
Poco cuesta encontrar voces de académicos y de periodistas políticos que, asumiendo casi por inercia esta distinción, se obligan a sí mismos a establecer contorsiones argumentales y clasificaciones inconsistentes que terminan homologando a representantes que tienen muchas afinidades, pero también importantes diferencias. Así, por ejemplo, Trump y Milei son identificados como líderes de derecha porque ambos desprecian al wokismo. Pero mientras que el primero propone cerrar las fronteras y establecer aranceles proteccionistas, el otro impulsa la flexibilización de las barreras aduaneras y comerciales. Del mismo modo, ambos demonizan a los burócratas, pero están lejos de compartir apreciaciones respecto de lo que el Estado debe ser y hacer. Y la admiración que entre sí se profesan es menos la confirmación de una base ideológica común que la expresión de un apoyo circunstancial impulsado por estrategias geopolíticas y genuflexiones cipayas, por lo que tampoco sirve como sustento para incluir a ambos en un mismo conjunto analítico.
Otro de los problemas que conlleva la distinción izquierda-derecha pasa por invitar a pensar los resultados electorales en clave de avances y retrocesos –flujos y reflujos–de dos tendencias que se mantendrían constantes en el tiempo, y que se turnarían para gobernar según soplen los vientos de la historia. En esta clave, el triunfo de una de estas tendencias estaría siempre atado al debilitamiento de su contraria, y su sucesión habilitaría el señalamiento de ciclos y la detección de repeticiones en la misma medida en la que dificultaría la detección de novedades y acontecimientos.
Ahora bien, ¿hasta qué punto este ordenamiento unilineal nos sirve para pensar nuestra política representativa actual, donde ya no hay dogmas, axiomas ni lealtades, donde todo es gatopardismo, adaptación y mutación, y donde casi todas las propuestas se indiferencian en lo que refiere a los resultados concretos que afectan las condiciones de vida materiales y simbólicas de las personas reales? ¿De qué sirve establecer quién es de izquierda, quién de centro y quién de derecha si el debate público ha devenido una suerte de valetodo donde lo único que circula son burlas, insultos y chicanas? ¿Qué sentido tiene pensar las dinámicas de la política reducidas a dos posturas que, cual equipos de cinchadas, tironean hacia un extremo o hacia el otro, si hoy el tratamiento de los conflictos no se da en clave de reconocimiento recíproco de reglas y contrincantes, sino de diseminación del odio? ¿No será que, en lugar de intentar medir flujos y reflujos que se jugarían entre esas polaridades que hemos dado en llamar “izquierda” y “derecha”, deberíamos preguntarnos si no se están produciendo otro tipo de transformaciones mucho más complejas en niveles mucho más profundos? En efecto, por mucho que se disguste el lector apresurado por distinguir “buenos” de “malos”, o por mucho que se angustie el espectador deseoso de confirmar sus prejuicios, la cuestión es más compleja.
Considerando esta serie de dudas y sospechas, convendrá atender una vez más hacia la democracia que supimos conseguir. Si nuestra mirada escrutadora resulta lo suficientemente valiente y comprometida, es harto probable que nos cueste reconocerla (y a nosotros, dentro de ella).
En efecto, aquella democracia comprendida como mecanismo social para zanjar disputas, aquella que buscaba contrapesar la desigualdad cotidiana imponiendo axiológicamente una igualdad formal pero así y todo concreta (una cabeza, un voto), aquella democracia que logró consolidarse como Nunca más y como límite a la violencia política –recuérdese las consecuencias que tuvo el cajón de Herminio Iglesias en el resultado de la elección de 1983–, hoy se ha transformado en algo muy distinto. La violencia ya no es su contrario; antes bien, parece ser su combustible. Violencia verbal que circula y reverbera “democráticamente”, sin censura, con réplicas continuas y a todo nivel (representantes electos retuiteando insultos “ingeniosos”; opinadores mercenarios e intelectuales lowcost fogoneando la disputa por los sentidos en términos bélicos). Violencia física que se derrama desde el refuerzo de los tradicionales aparatos represivos del Estado hacia acciones de los particulares como el intento de asesinato de CFK o el lesbicidio de Barracas. Una democracia que, en sus niveles más pedestres, ya nada tiene que ver con la configuración de los procesos colectivos y sólo parece servir para vehiculizar las ganas de sentirse ofendido.
Nos igualamos en la inflamación y el resentimiento que despierta en nosotros el otro mucho antes que en las posibilidades que da el derecho a las urnas. No nos recorre el sentido de lo común, sino el odio que desborda la política institucional porque no puede encontrar un cause allí donde la comunicación se ha vuelto imposible –en el mediodía polar de las redes sociales, estamos obligados a que todo lo que puede decirse sea dicho para que, en definitiva, nada se entienda–.
Nuestro tiempo está signado no tanto por el “avance de las derechas” y el consecuente “retroceso de las izquierdas”, sino por una profunda mutación de la democracia. En los sentidos que le asignara la tradición moderna, la democracia ubica en su base lo que aspira a que termine siendo su resultado efectivo: el pueblo soberano de sí mismo que, en tanto entidad dinámica y para nada exenta de conflictos, establece pautas de reconocimiento recíproco que habilitan debates que alimentan leyes y normas, las cuales dan sustento a la organización dentro de la cual ese mismo pueblo confirma (conforma) su identidad colectiva y afirma el poder de su soberanía. En una democracia que se alimenta de la violencia y que generaliza el odio, el pueblo se convierte en un imposible cuyo lugar pasa a ser ocupado, en el mejor de los casos, por el público. O, debiera decirse, por los públicos, ordenados al modo de nichos totalmente incomunicados entre sí. Urge preguntar, entonces, en una democracia de la violencia y del odio, en una democracia de nichos, en una democracia sin pueblo, ¿quién detenta la soberanía?