El gran pueblo argentino envilecido por la política
La Constitución aunque no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes, tiene una fuerte e insoslayable entidad
En estos días tan movilizadores para reflexionar me interesa recordar lo hermoso que es el himno nacional argentino como pieza. Al igual que en la Constitución Nacional, el pueblo ocupa un lugar central en sus estrofas. El himno es una pieza musical, política y poética que, al igual que en todo Estado moderno que se precie de tal, brinda identidad colectiva: odas liberadoras -las rotas cadenas- que llevaron a que se entone tres veces libertad y se enaltezca a la noble igualdad. La Constitución, si bien sancionada 40 años después que el himno, en su versión de 1853, escrita por Juan Bautista Alberdi, también remite al pueblo como sujeto colectivo que, aunque no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes, tiene una fuerte e insoslayable entidad. Como sabemos, la palabra pueblo es motivo de controversias; no queriendo entrar en ellas, prefiero limitarme a señalar que, pareciera ser que quienes manufacturaron estas dos distintas creaciones, no hubiesen querido que olvidemos y enfaticemos esas letras, esas palabras, esas estrofas. Es decir, que el pueblo no sea olvidado y ocupe su lugar en la construcción de la Nación. Sin embargo, también sabemos que la belleza, las ideas nobles sobre el bien común y la política -muchas veces- van por andariveles divergentes. De modo que aquello que puede ser conmovedor y bonito o racional y razonable puede ser usado de la forma más maniquea, divisoria y brutal por quienes tienen como su principal pasión y ocupación tanto el poder como su ejercicio: los políticos.
Aun así, el pueblo argentino, si podemos hablar de él por la entidad que le brindan el Himno, la Constitución y el discurso corriente, sigue trabajando en su vida diaria, contra viento y marea. Cotidianamente, construye y contribuye a que todo siga funcionando en esa débil fragilidad que es la sociedad argentina, donde cada uno, persiguiendo su interés particular, no obstante afianza lazos colectivos, sea cual sea su área de incumbencia personal o laboral. A pesar de los innumerables intentos de división políticos -en gran parte exitosos-, el pueblo sigue mostrando que se tuerce pero que no se rompe (a pesar de que, lamentablemente, por diversas razones muchísimas personas quedan en el camino), más allá de ser víctima de una gran cantidad de históricas estafas, que no cabe detallar aquí. Estafas que son pergeñadas por políticos y otros actores sociales y económicos, nacionales e internacionales, que no tienen demasiados escrúpulos y que, en su caso, al seguir sus intereses particulares, por lo general lo hacen a costas del pueblo. Ávidos siempre de más poder y beneficios facciosos y corporativos, nunca dejan de inventar nuevas estratagemas (leyes, decretos, pactos secretos, avivadas criollas, creación de “cajas”, y un largo etcétera de instrumentos) contra la entidad colectiva “pueblo argentino”, cada vez más empobrecido.
Una de esas invenciones políticas, como se dijo al pasar, es la división. No sería mucho más grave de lo que sucede en cualquier otro lugar donde existe la política, es decir, en toda la especie humana a lo largo de su historia, a no ser porque en Argentina entre otras artimañas utilizadas para dividir, se apela a algo que, si bien en otras latitudes también se factura, en la Argentina es moneda corriente. Acciones como la traición, la revancha y la venganza, a pesar de que son algo propiamente humano y, por tanto, político, en la Argentina nunca dejó de fomentarse en los últimos doscientos años, adquiriendo en las últimas décadas y años niveles inauditos y, por momentos, intolerables para gran parte de los ciudadanos y las ciudadanas. Ellas son inherentes a la política, pero el problema es cuando se transforman en la norma y siempre en detrimento del pueblo, porque así corre riesgo la democracia, pese a su vigencia formal. Aunque pasa todos los días, al llegar un nuevo gobierno se observan públicamente más todavía estos artificios, al menos los más evidentes.
En contraposición, el pueblo respira profundo y ratifica sus deseos de libertad e igualdad todos los años y, más aún, los años en que elige a sus representantes, aun siendo víctima de las constantes traiciones, revanchas y venganzas que sus políticos no se cansan -sino todo lo contrario- de realizar y fomentar. Además del riego democrático, habría que ver hasta cuándo el “gran pueblo argentino” sigue siendo uno, a pesar de todo, y hasta donde avanzarán los políticos en sus deseos divisorios, porque si los siguen profundizando, tendríamos que ver cuáles serían los himnos y las constituciones principales, que aún tal vez desconoce el todavía existente pueblo argentino. Mi ingenuo deseo es que, si no todos, una parte de los políticos todavía tengan, cuanto menos, algún recuerdo del himno y de la constitución y hagan honor a la noble igualdad, así como tampoco se olviden de la libertad y de la unidad.