El sociólogo Émile Durkheim introdujo por primer vez el concepto de anomia en su obra La división del trabajo social (1893), definiéndola como "Un estado sin normas que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración".

Mi impresión es que esta definición teórico-conceptual define con bastante precisión el estado de cosas de nuestra sociedad. Actualmente en Argentina y en otras latitudes estamos atravesando una profunda crisis económica, social y política. Pero lo que la hace “profunda” es que, además de afectar las condiciones materiales de existencia de las personas, se trata de una crisis moral.

Cierto es que cada sociedad, cada cultura, y cada época, define los criterios sobre lo que es bueno y lo que es malo, sobre lo que es justo e injusto, deseable y no deseable, normal y patológico, etc. En efecto, la definición de tales criterios no es un asunto libre de controversias, sino que es el motor de la arena pública, es decir, lo que la vuelve un terreno de disputas de toda índole. Lo que no puede soslayarse, en todo caso, es que pese a la diversidad de criterios morales que portan los grupos o las colectividades, para que el encuentro entre dos o más individuos en un espacio cerrado (como puede ser la escuela, la universidad, la fábrica o la empresa) o en un espacio abierto (como puede ser la plaza, la parda del colectivo o la cola de un banco), se realice de un modo “exitoso”, deben existir creencias, reglas y normas compartidas.

En nuestra sociedad existen creencias, reglas y normas compartidas, aunque más no sea por mera sobrevivencia. Existen pautas de convivencia compartidas, porque de otro modo, primaría una guerra de todos/as contra todos/as. Por el contrario, tal cosa no ocurre, como podemos atestiguar, aunque a veces el “clima” de la calle parecería vaticinar tales abismos. No estamos en un estado sin normas, como sostuviera el sociólogo francés antes citado, al definir el concepto de anomia. Sin embargo, y para retomar su definición, podríamos decir que nos encontramos bajo una forma de vida que no es deseable debido principalmente a su inestabilidad. La inestabilidad, que puede ser traducida de varias maneras en la experiencia vivida del cotidiano, como incertidumbre, competencia, maltrato, violencia simbólica, ansiedad y depresión (entre otras), vuelve ingratas o “poco cordiales” las relaciones del grupo.

Esto no es fácil de demostrar, o al menos quien escribe no posee al momento muchas más evidencias que las de la propia vivencia. Pero ya lo vienen anticipando pensadores como el filósofo Byung Chul-Han o como el sociólogo Mark Fisher. Ellos sostienen que vivimos en una etapa del capitalismo donde no emergen miradas globales sobre la sociedad, que permitan imaginar otra forma de organización social posible frente a la perimida estructura del neoliberalismo. Por el contrario, sostienen que vivimos en un presente distópico que trae pasados en forma nostálgica y por ende, son poco subversivos frente a lo dado; la mayoría de las personas creen hoy seriamente que no existen alternativas sociales y políticas al estado de cosas existentes. En consecuencia, de lo que se trata, es de consumir el presente de la mejor manera que cada uno/a pueda, ya que no existe otra cosa posible.

No es casual, entonces, que las “nuevas” derechas en todo el mundo sean las que planean una afrenta en favor de la libertad individual, único y más deseable reducto frente a la imposibilidad de la vida en comunidad. Pero, ¿de qué libertad nos hablan? Se trata de una libertad que no comporta casi ningún compromiso moral en favor de la equidad, la igualdad o la justicia social; el único límite ético-político impuesto, quizás, sea el de no aniquilar la existencia de otro ser humano en el ejercicio de dicha libertad (aunque la virulencia de varios discursos de las nuevas derechas parecerían reivindicar la aniquilación del otro/a cuando este se vuelve no deseable).

Se trata de narrativas que, abiertamente, exponen su beligerancia frente a todo relato que busque construir una comunidad, o fortalecer el lazo social. El único lazo social posible para estos discursos, como decíamos antes, es el que se construye a partir del ejercicio irrestricto de la libertad individual. Hay, y cada vez me caben menos sospechas, una abierta naturalización sobre el carácter indeseable de las relaciones sociales. Las relaciones sociales, particularmente las que se desarrollan cara a cara, se han vuelto cada vez menos decorosas, “menos cordiales” (en términos de Durkheim), abandonando su forma ritual y reduciéndose a mera fachada, ornamento y obligatoriedad. Lo que las vuelve deseables, objeto de expectativa y motivación compartida (la afectividad, la amistad y la solidaridad, por ejemplo), se ha ido desdibujando en los últimos tiempos, al calor de nuevas formas de relacionarnos, que invitan a buscar el sentido de las interacciones por fuera de las interacciones mismas, y que ponen al individuo por encima de cualquier relación con la alteridad.

En este sentido, no me parece llamativo que cobren tanta fuerza las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que contribuyen con el estado de anomia reinante al desmaterializar la vida, reduciendo las posibilidades de tocar, oler, saborear y otras tantas experiencias sensoriales que porta cada individuo, pero que se vuelven objeto de la cultura al ser parte de un intercambio social. Por el contrario, el intercambio de experiencias ha cedido su lugar al intercambio de información; intercambio que, por supuesto, es más asertivo, menos problemático y menos costoso para la economía del individuo y del grupo.

En términos del sociólogo Erving Goffman, podríamos afirmar que los actores sociales portan máscaras y que la vida en sociedad no es otra cosa que una dramaturgia; el asunto es que no somos otra cosa que las máscaras que nos ponemos, es decir, los papeles que asumimos y ocupamos. La máscara no es una mera fachada que encubre el ser (el yo más profundo) sino una imagen estereotipada que queremos alcanzar (la de un “buen profesor”, por ejemplo). La pregunta entonces es, ¿qué máscaras nos estamos poniendo? Seguimos siendo hijos/as, padres/madres, alumnos/as, profesores/as, trabajadores/as pero bajo la creencia en que la vida social no es algo deseable, sino más bien espeso y contaminante. Entonces, el componente motivacional y moral que implica ocupar esas máscaras, se fragua para dejar a las máscaras como fachadas, duras y frías, tras las que habita una subjetividad anómica, es decir, desmotivada, carente de imaginación, gobernable, depresiva y con tendencias suicidas.

En cualquier caso, la economía de esfuerzos cara a cara que facilita internet, se ha convertido en una progresiva acumulación de intercambios humanos insatisfactorios, bajo la creencia en que se puede administrar o dosificar la pesadumbre o el malestar que supone sostener la vida en sociedad. Frente a este diagnóstico pesimista que, como señalé al comienzo, no se basa más que en vagas impresiones recogidas de mi experiencia vívida, planteo la urgente necesidad de elaborar (o reconstruir) narrativas que nos identifiquen-más no sea en el malestar y para rehuir de la lógica de la información, que es meramente aditiva- y revitalizar la cohesión entre retazos de una realidad fragmentaria. Es decir, que tendríamos que volver a “contar” nuestra vida, no en términos numéricos, sino en términos literarios, como si fuera un cuento. Tendríamos que enseñarnos y enseñar a los demás el arte de demorarnos (como sostiene Byung Chul-Han), de perder el tiempo en actividades que no sean productivas -bajo los términos del capitalismo- y que nosbrinden espacios para articular pasado, presente y futuro en la actividad de pensar, de sentir y de expresar.

Esta tarea, la de construir razones morales para que la vida en comunidad sea percibida como algo deseable, debe ser prioritaria en cualquier proyecto político que persiga el bienestar de las mayorías; puesto que hace algunos años se habla de que existe una “grieta” en Argentina, motivo por el cual, quizás, la política parece haber abandonado un estilo beligerante por una casi ausencia de liderazgos políticos. Actualmente no hay profundos disensos en la democracia; pero tampoco hay consensos. Lo que hay, más bien, son vacíos y silencios; o bien, discursos montados de forma propagandística, para evitar cualquier posibilidad de “mala interpretación”. De hecho, hace unos pocos días, nuestro presidente comunicó por medio de un video cuasi publicitario su declinación a presentarse en las próximas elecciones presidenciales.

A desmedro de un estilo paternalista y verticalista que generaba rechazo en diferentes sectores de la sociedad, hace tiempo que nos acostumbramos a este estilo “respetuoso” o “cuidado” en la comunicación política, que no deja lugar a la pregunta, a la re-pregunta ni a la respuesta. Sin embargo, y en marcado contraste con el estilo sumamente “estudiado” que manejan los líderes de las cúpulas políticas para comunicarse en el espacio público, las y los ciudadanos, que en nuestra vida cotidiana nos enfrentamos a innumerables conflictos, desacuerdos, malos entendidos y “meteduras de pata”, pese a ello debemos explicarnos, darnos a entender, retractarnos, comparecernos o mantenernos férreos en nuestras tesis; las y los comunes, nos encontramos frente a la situación de que quienes nos conducen pretender evitar la discusión, el diálogo, la pregunta o la réplica. Entonces, ¿qué tan democrática es la comunicación, en tiempos donde paradójicamente la información se democratiza más que nunca, pues llega a todo el mundo en fracciones de segundos?

Debemos, quienes profesamos el conocimiento desde las ciencias sociales, tanto como quienes se dedican a la comunicación y a la política, plantear nuestros desacuerdos así como también nuestros acuerdos sobre cómo imaginamos y creemos que la vida social se puede volver mucho más deseable y justa en términos morales. Quizás, sea una forma de afrontar esta situación de anomia.