Veinte años no es nada ¿Cuarenta?
Hay un sector que trabaja por dar la estocada final de su batalla cultural contra los derechos sociales, culturales, económicos y políticos que, quieran reconocerlo o no, le pertenecen al pueblo argentino y fueron conquistados en tiempos de democracia. Quieren llevarse puesto lo que tenemos, en nombre de lo que nos falta.
Dedicado a Nicolás Casullo y a Horacio González,
porque nos enseñaron a pensar entre épocas.
Cuando el profesor Marcelo Pena es llamado a dar su clase de oposición en el concurso para la titularidad de cátedra, el plano deja ver detrás un mural que homenajea en la sede Puán a los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos. Como pasa con 1985, el cine argentino vuelve a emocionar y hablarnos, en el doble sentido de hablarle de nosotros a otros y también de llamar nuestra propia atención. En este caso, la hermosa y fresca y comprometida película Puán nos pone en la más actual de las encrucijadas a través de la breve y concisa historia del profe Pena (consistente interpretación de Marcelo Subiotto) y un puñado de personajes retrato. Hay dos temas musicales que vertebran la ficción, uno de ellos es Dos cero uno de Charly García y el otro es el tango inmortal Niebla del Riachuelo, de Cobián y Cadícamo. En el primero, se revela una atmósfera de época, un tránsito de la dictadura a la democracia que solo algunas canciones afligen, y se enlaza con la inclusión de Inconsciente colectivo en 1985, un hilado fino que es el mejor homenaje crítico a los cuarenta años de democracia. En el segundo tema aludido, la referencia al tango de Cobián y Cadícamo es un homenaje a Horacio González, quien lo amaba, y cuya mención y despliegue en la película Puán nos habla de una melancolía rioplatense, de la remisión a un tiempo anterior que guarda verdades, de una memoria que pugna por abrir un tesoro antiguo en lengua popular.
Raúl Alfonsín inauguró estos cuarenta años en 1983 con la promesa de que “con la democracia se come, se cura, se educa”. Ese anuncio, proclama, lema, fue tan desmerecido como poderosa su enunciación. Fue un acto de habla, la refundación de nuestra vida popular e institucional, la utopía de que “solo en democracia” podían resolverse las dificultades, vivir, combatir y reducir las desigualdades. La proclama fue aceptada por la mayoría del espectro político, probablemente porque el saldo económico (deuda externa impagable, aparato productivo roto) y saldo represivo (miles de desaparecidos, exiliados, perseguidos políticos, censura) fueron tan humillantes, que semejante nivel de dolor social implicaba el desfonde de un umbral, el quiebre histórico de una sociedad de tradiciones igualitarias, incluyentes. Si no fue bueno el final del mandato de Alfonsín (cinco largos años y medio, antigua duración constitucional) fue por no quedar a la altura de su promesa, o en tal caso, por dejar a medias aquella promesa. En su último mensaje a la Asamblea Legislativa, el 1° de mayo de 1989, Alfonsín dijo que estaba cumpliendo su mandato al llegar al frente de la presidencia como presidente civil elegido por primera vez en décadas y que le entregaría el bastón y la banda a otro ciudadano, como no ocurría desde 1928. Si bien no alcanzó los objetivos iniciales, dejó plantada una bandera por la cual el sistema debía responder o desfallecer.
Nicolás Casullo decía que este país es imprevisible, que de una semana a la otra puede pasar cualquier cosa. Con el dólar, con las cátedras, con el fútbol. En la misma semana en que Néstor Kirchner pide perdón en nombre del Estado por los desaparecidos en la puerta de la ex ESMA y abre un tiempo de reparación y memoria situada, el ingeniero Blumberg llora con velas y exhibe su reclamo de punitivismo en la plaza del Congreso por el asesinato de su hijo, y logra que el gobierno acompañe su gesto doloroso. Ambos hechos no tienen relación aparente, solo coincidencia temporal, pero signó el primer tiempo de Kirchner de manera obsesiva. Las sociedades viven, avanzan, retroceden, sin beneficio de inventario. De aquella promesa democrática inconclusa, sin embargo, surgieron las mejores conquistas. Y acaso sea imposible pensar el periodo iniciado por Néstor Kirchner sin la imperiosa necesidad de dar respuesta a aquellos anhelos de inclusión y democracia social de Alfonsín, como tampoco era posible para el líder radical evocar la participación democrática y la ética de la solidaridad sin reconocer la historia de Perón, Evita y el justicialismo. Contra ese país popular de las grandes tradiciones democráticas habían combatido los militares del Proceso y sus socios civiles. Kirchner fue también el presidente que anuló los indultos y restableció las condenas del Juicio a las Juntas. A causa de ello, los reos Videla y Massera murieron irredentos en la cárcel. En la Argentina del Diego y de Lionel, de los pibes de Malvinas, los genocidas murieron en la cárcel. No hubo perdón ni reconciliación. Son asesinos repudiados por el pueblo argentino, dijo Kirchner el 24 de marzo de 2004.
De aquella promesa democrática es hija la Asignación Universal por Hijo que estableció Cristina en su primera presidencia. Es la ANSES y el Fondo de Garantía de Sustentabilidad que asegura una cobertura de jubilaciones, pensiones y prestaciones sociales superior al 90%. Las más de 55 universidades nacionales públicas es la mejor herencia de estos años, hijas de la democracia. Las instituciones culturales públicas que apoyan la creación audiovisual, literaria, musical, teatral de todas las regiones del país, con todos los problemas aún macrocefálicos y centralistas que padecemos, son hijas de la democracia. La legislación social avanzada en divorcio, potestad compartida, matrimonio igualitario, identidad de género, interrupción voluntaria del embarazo, educación sexual integral, también son hijas de la democracia. YPF, Aerolíneas y Aguas Argentinas, en manos del Estado, también son la base de cualquier proyecto de desarrollo con orientación pública.
De un tiempo a esta parte, se ha puesto de moda referir al fracaso de los “últimos setenta años”. Incluso según el día y la hora, algunos candidatos cambian las décadas del supuesto fracaso. Una fuerte denigración del pueblo, del país como conjunto nacional, recorre intensamente las gargantas de muchos dirigentes, las tintas y los caracteres de sus medios afines, empezando por las diatribas del ex presidente Mauricio Macri, quien no parece ser una persona a quien la vida le haya mezquinado oportunidades. A la vez, un candidato presidencial con chances de ganar volvió a hablar esta semana de fracaso económico, en su afán incendiario, y puso énfasis en la variable temporal: “sobre todo de los últimos cuarenta años”. Hay un sector que trabaja por dar la última estocada de su larga batalla cultural contra los derechos sociales, culturales, económicos y políticos que, quieran reconocerlo o no, le pertenecen al pueblo argentino y fueron conquistados en tiempos de democracia. Quieren llevarse puesto lo que tenemos, en nombre de lo que nos falta. No es casualidad que en medio de una severa crisis económica, que nuevamente enceguece a propios y extraños, y acelera una vez más la desigualdad económica, pongamos en duda los logros de este tiempo histórico. En medio de los fuegos inflacionarios que parieron a Menem, o de la sequedad fiscal y confiscatoria que expulsó a De la Rúa, esta sociedad aprendió que solo saldremos del abismo con más democracia y con más participación, nunca menos.