Derecho al futuro del peronismo
Kicillof reventó las urnas tras una cadena de acciones y decisiones que lo terminaron encumbrando. Resistió presiones y confió en su capacidad de gestión. Se mantuvo en su eje bonaerense y desde allí fue fundamental para todo UP. Cuatro años, pandemia y crisis económica después, vuelve a ganar por 20 puntos y se posiciona como conductor indiscutido.
Cuando Kicillof comenzó a recorrer de punta a punta la provincia de Buenos Aires en el Clío de Carlos Bianco, con Jesica Rey y Nicolás Beltrán completando ese micro equipo de campaña en 2019, pocos se podrían imaginar un desenlace como el de este domingo 22 de octubre del 2023: dos victorias electorales consecutivas para el Ejecutivo del principal distrito del país, ambas por más de 15 puntos de diferencia, luchando contra la estructura mediática y comunicacional del Big Data macrista y el nuevo fenómeno libertario, y habiendo tenido que gestionar en el medio una pandemia y la peor crisis económica en dos décadas.
Kicillof había comenzado antes del 2019 su conexión con la Provincia. Luego de la durísima derrota electoral del 2015, fue uno de los primeros y principales dirigentes que se puso al frente de la resistencia al macrismo desde las instituciones y en la calle. Sus participaciones en la Cámara de diputados le otorgaron un vuelo distinto frente a la ciudadanía que el que se había ganado como ministro de Economía. Pero sin dudas fueron aquellas primeras “plazas del pueblo” donde se convocaba el kirchnerismo desolado tras la victoria de Macri y Vidal, y sus incursiones al territorio bonaerense, las que lo fueron revistiendo de un aura que pocos dirigentes consiguen y que se sigue corroborando hoy en cada una de sus actividades: la del afecto popular. Una marca distintiva del peronismo que Kicillof se supo ganar proviniendo de otras tradiciones políticas.
Apenas con eso contaban Kicillof y su equipo cuando hace cuatro años y varios meses iniciaron su gesta bonaerense. Con ese aura y otros dos elementos que serían definitorios entonces y lo siguieron siendo en un 2023 cargado de decisiones mucho más turbulentas: la bendición total de CFK, y una integridad para la gestión pública a prueba de misiles. Cuanta operación mediática intentaron en su contra los medios anti peronistas, explotaron todas contra su escudo de hierro sin que la corrupción pudiera ser nunca asociada a su nombre.
Así domó Kicillof a “la leona” en 2019, un juego que parece calzarle a la perfección y que repitió cuatro años después en suelo bonaerense con “el león” que pretendía devorarse el país desde el crecimiento en su provincia más importante. Cuatro años atrás la sorpresa fue mayor. Vidal era la niña mimada de los medios y hasta se especulaba con su candidatura presidencial. Se la mostraba como la embanderada de una supuesta lucha contra mafias y corporaciones, y se ocultaban los pésimos resultados de su gestión en áreas tan cruciales como educación, salud u obra pública. Nada de eso pudo evitar que Kicillof le sacara 17 puntos de diferencia en las PASO y 14 en las generales, en las que se consagró gobernador con la impactante rúbrica de un 52% de los votos. “Cuando el Clío le ganó al Big Data” fue el título que le quedó a aquella conquista épica que catapultó a Kicillof a un nuevo escalón en la jerarquía peronista.
La referencia no es inocua. La imagen de sencillez y de cercanía que Kicillof cultivó en ese proceso se convirtió en su marca registrada y lo blindó frente al que fuera hasta ahora el principal argumento contra el oficialismo. Kicillof nunca fue “casta” en su tránsito hacia el Sillón de Dardo Rocha, y siguió sin serlo una vez que llegó a ese asiento que nubló de ambiciones a tantos. Desde allí le fue posible construir un perfil de gobernador que, lejos de haber estado exento del fuego amigo y tampoco del enemigo, le permitió sortear uno de los tiempos más duros del país y la provincia en décadas con niveles de aprobación que los resultados electorales del domingo eximen a cualquier cronista de describir.
No fue todo color de rosas, claro está. A menos de cien días de asumir, y con una provincia en emergencia que hábil y certeramente definió desde el inicio como “tierra arrasada”, sobrevino el sacudón mundial más potente quizás desde la Segunda Guerra. La pandemia fue un desafío en todo sentido para un gobernador y su equipo recién llegados, con la necesidad de apoyarse en cientos de estructuras locales ajenas, desconocidas y con intereses propios no siempre concordantes con la visión global y las complejas decisiones que exigía un tiempo inédito para el que ni siquiera existían categorías.
Kicillof se aferró a la papa caliente, figura tan en boga últimamente, y se bancó las decisiones que criticaban adentro y afuera del Frente de Todos. Puso la cara para representar al kirchnerismo como accionista mayoritario del frente cuando el país se discutía en una mesa de tres junto a la CABA y Nación, encarnó la tensión con la oposición representada en el Jefe de Gobierno porteño, y fue durante esos dos primeros años el principal lugarteniente de la batalla política con Juntos por al Cambio.
Por supuesto, no salió ileso de aquella pelea y la derrota electoral del 2021 en la provincia le fue señalada como consecuencia de muchas de sus decisiones, por propios y extraños. Tuvo que ceder a las presiones internas encabezadas por intendentes peronistas en articulación La Cámpora para modificar su gabinete incorporando dirigentes “con territorio”, una factura que se le tiró desde el inicio de su gestión, cuando prefirió rodearse de cuadros conocidos y confiables y dejó sin los lugares que esperaban a pesos pesados del peronismo provincial, marcados desde siempre por las ambiciones desmedidas.
Incluso en esa situación, Kicillof mostró dos caras de una misma moneda que volvería a jugar este año en forma determinante: su ordenamiento político irrestricto con CFK, y su firmeza para sostener sus propias decisiones frente a quienes pretenden hablar por la vicepresidenta. En 2021, solamente luego de un viaje al Calafate y la manda de La Jefa el gobernador aceptó desplazar a su jefe de gabinete y compañero de mil batallas, Carlos Bianco, para subir a ese cargo de gran relevancia política a Martín Insaurralde, quien buscaba más que nadie la proyección para disputarle una nueva candidatura. Ese fue el principal entre otros cambios que Kicillof aceptó, a los cuales se acomodó y con los cuales siguió gobernando con la misma impronta y cada vez con mejores resultados.
Justamente esa dinámica lo llevó, dos años después, a ser aclamado por el kirchnerismo y casi todo el peronismo como el mejor y más natural candidato presidencial del espacio para este 2023. Kicillof no se había embarrado tanto en la interna kirchnerista con Alberto Fernández producto de su rol institucional, y una más aceitada relación con los distritos, los sindicatos y las organizaciones sociales en la provincia lo empujaban hacia arriba ante el vacío de liderazgos que generaba la crisis y la persecución contra CFK. No sólo eso, también lo empujaban su buena imagen de gestión, la transferencia de votos única que mantienen con respecto a la vicepresidenta, y sectores que insistían en despejar la candidatura a gobernador para que otros se calzaran ese traje.
Pero Kicillof estaba convencido de que su camino era el plan 6x6, que su tarea en la provincia tenía mucho por delante y que esa era la batalla que debía librar para empujar él desde allí a todo el peronismo. La firmeza en su postura lo convirtió en blanco de críticas intestinas y escaló la tensión hasta la corte suprema del kirchnerismo: la decisión de CFK. Aunque algunos se jactaran de interpretar la mirada y la estrategia de la conductora del espacio a la hora de indicarle lo que debía hacer, ni la portación de apellido doblegó la postura del gobernador, que siempre dejó trascender que sólo sería candidato a presidente si CFK se lo pedía. Sólo ella.
A diferencia de 2021, la vicepresidenta bancó la decisión de Kicillof y dejó que cada mariscal tomara el bastón que creía que le pertenecía en este momento de la historia. Cuántas cosas serían diferentes en este lunes post electoral si no lo hubiera hecho así, si la decisión hubiese sido Kicillof a nación con el riesgo de perderlo todo, si la candidatura vacante a la gobernación la hubiera ocupado quien más la ambicionaba y quien llegó al día de la verdad sin siquiera poder asistir a votar a su escuela por temor al escrache público, es todo territorio de la ciencia ficción política. Lo que es innegable es que ambas decisiones, la de Kicillof y la de CFK, terminaron en una provincia de Buenos Aires que no sólo quedó en manos del peronismo por una diferencia aplastante, sino que se transformó en la locomotora que empujó un triunfo nacional de Unión por la Patria que, por los márgenes que cosechó, no estaba en el radar de nadie, mucho menos tras las fatídicas PASO del 13 de agosto.
Y es que de los 9.645.983 de votos que sacó Sergio Massa este domingo, 4.224.688 provinieron de la PBA. Tan solo dos meses atrás, esa cosecha había sido de 2.831.078 votos, sumando los 2.069.920 Massa con los 761.158 de Grabois. El dato no es menor, ya que la gran sintonía entre Grabois y Kicillof sin dudas fue un factor que empujó al dirigente social a comprometerse de lleno con la candidatura de quien calificó más de una vez como un “vendepatria”.
La Provincia más que duplicó la cantidad de votos para Massa, depositándolo en las puertas de un triunfo en noviembre que sería caso de estudio de ciencias políticas si se consideran las variables económicas del ministro candidato. En eso trabajaron los intendentes y de eso se ocupó el gobernador, de quien todos decían que tenía el pasaje asegurado a su próximo mandato pero que no durmió en los laureles y militó la boleta completa hasta después de ser reelecto y en cadena nacional. “La Provincia no se salva sola, necesitamos que el próximo presidente sea Sergio Massa”, o “no hay proyecto de provincia sin proyecto de nación” fueron y seguirán siendo leitmotive de kicillof, y allí radica una de las claves de la performance de UP en las generales.
Otra es, sin dudas, la figura de un gobernador al que no le entra la bala de la corrupción. Y el tramo final de la campaña dejó un ejemplo más que concreto de la importancia de esa integridad que Kicillof encarna y nadie en el sistema político consigue cuestionarle. A semanas de las urnas, el escándalo Insaurralde estalló en el corazón del peronismo bonaerense y puso todo en duda. El caso tenía todo para convertirse en un cisne negro de último momento y así lo olfatearon los tiburones opositores, que llevaron yates y cerraron campaña en el distrito en el cual el oficialismo tuvo que bajar los carteles gigantes con la cara del ex jefe de gabinete.
La bomba atómica se desactivó en tiempo récord y ni las menciones en los debates presidenciales ni los fuegos artificiales de último momento de campaña lograron reactivarla. En parte, por la inmediata respuesta del gobernador, que sin la necesidad de condenar a la hoguera a Insaurralde tomó la decisión que era necesaria. Pero también en gran parte por la credibilidad que la figura de Kicillof genera en una materia tan sensible y cara a la opinión pública argentina y bonaerense como lo es la corrupción. No hubiera sido igual la respuesta, su repercusión en la población y sus consecuencias electorales si el artífice hubiera sido alguien manchado por lo mismo que pretendía limpiar.
La elección de Kicillof fue arrolladora. El gobernador reelecto orilló un apabullante 45% de los votos y ganó en siete de ocho secciones electorales. La Sexta fue su único territorio esquivo, pero donde quedó apenas a unos 3000 votos de Néstor Grindetti y donde su buena cosecha empujó también la reconquista de Bahía Blanca, cabecera de la sección y una de los grandes distritos recuperados por UP. A su vez, levantó su performance de las PASO en la Primera, donde llegó al 44,56%, y explotó la Tercera con un impresionante 51,68%. Dominante en el conurbano y sólido en toda la provincia, pergaminos que Kicillof puede volver a exhibir sin haber sufrido prácticamente el desgaste de cuatro años durísimos de gestión.
Con toda esta expansión de currículum Kicillof comenzará otros cuatro años de mandato al frente del principal distrito del país y en el corazón del peronismo. Aún resta saber si será un conductor de la resistencia, ante un gobierno nacional de Milei, o si será co-capitán junto a Sergio Massa de una nueva etapa del país y, particularmente, del peronismo y del kirchnersmo. De lo que no quedan dudas es que Axel Kicillof militó y se ganó su propio derecho al futuro, contra viento, marea y todo lo que le tiraron en el camino. Y de que si el peronismo tiene futuro es en gran medida por la victoria del gobernador. Un futuro del campo nacional y popular que aún no tiene una forma definida pero que inevitablemente se resignificará en sus actores, sus líneas políticas y su dirigencia a partir del 10 de diciembre.
“No existe el kicillofismo. Somos kirchneristas, cristinistas” expresaron a Diagonales en más de una ocasión algunos de los acompañantes de Kicillof en el Clío que le ganó al Big Data. La definición baja como un mantra a las capas medias del armado que conduce el gobernador, en una muestra más de que la ambición propia no es el signo que rige al espacio. Habrá que ver, sin embargo, cuál será la construcción con la que Kicillof decida encarar una nueva etapa en la que está llamado a ser, pase lo que pase en noviembre, uno de los principales e incuestionables centros gravitaciones del peronismo. Derecho a un futuro que comienza de inmediato, y que se ganó por muchos puntos de diferencia.