El principal problema de los Estados Unidos es interno, tal vez en eso seamos parecidos. Abundan las grietas sociales y políticas, como aquí y en muchas partes de América Latina. La tradición republicana no tiene en agenda al resto del continente, nunca fue medular, por lo que deberemos replantear algunos postulados tanto económicos como sociales.

El dilema a resolver a partir del 20 de enero será con cuál receta se buscará sanar las heridas que el propio sistema causa. El discurso de Donald Trump plagado de extremismos provocó tanta incertidumbre como miedo a que cumpla esos exabruptos de campaña.

El presidente electo ha comenzado a mostrar sus cartas dando a conocer a tres próximos funcionarios ultraconservadores (Tea Party incluido) que ocuparán lugares centrales en la administración (Fiscal General, titular de la CIA y Seguridad Nacional), quienes continuando con la verborragia trumpista no ahorraron críticas a Obama, Irán, inmigrantes y musulmanes.

Más allá de arriesgar cual PRODE sobre qué irá a cumplir o no, entiendo que más que ponerle fichas a tal o cual medida, debemos observar el mecanismo que empleará el nuevo gobierno.

Teniendo como principal postulado la rebaja de impuestos para la repatriación de capitales que buscarán reindustrializar el país, es lícito concluir que ese dinero, de tornarse confiable Trump y su gabinete, fluirá hacia Estados Unidos y no se convertirá en posibles inversiones para América Latina, y en especial Argentina. Se prende la aspiradora de dólares que financiará la deuda que generará la baja de impuestos mencionada y el plan de infraestructura que vaya a aplicar.

Para ser proteccionista hay que tener con qué, y EEUU lo tiene. Porque tiene varias aristas para solventar su accionar y porque maneja las tasas de interés, cosa que puede generarnos un infierno a nosotros, que decidimos endeudarnos como nunca antes.

Con el elefante republicano a punto de asumir, el neoliberalismo latino (y el argentino) quedó a contramano del proceso de reindustrialización norteamericano anunciado por Donald Trump. Y no solo con eso quedó mal parado.  Make America Great Again significa muchas cosas. Entre las cuales puede leerse el proteccionismo antes mencionado, el futuro incierto del progresismo, pero sobre todo el albor de un nuevo nacionalismo. La versión enojada del nacionalismo. La que busca terminar con la grieta devastando una de las partes.

Cuando la agitación, la hostilidad y la violencia se vuelven una aggiornada Santísima Trinidad, nuevamente, el replanteo deberá ser profundo. Chivos expiatorios por doquier mostrarán (una vez más) que la raza es el instrumento de dominación fetiche del ser humano. Esta categoría social sirve para leerse en clave discriminatoria y expiar culpas con los latinos, los musulmanes, los afroamericanos, las mujeres, y siguen las firmas.

Sentirnos incluidos en la fiesta porque hubo una charla de 15 minutos y promesas de relaciones como nunca antes en la historia es un espejismo. Pero parece, encima, que es lo único que tenemos. ¿Hay opción progresista a este panorama? ¿Quedó algo potable en la mesa de saldos? Estamos en problemas serios si la estrategia del progresismo es esperar la voladura por el aire de la derecha. Porque si explota, nos lleva puesto a todos.

Este nacionalismo siglo XXI difiere de su versión vintage que había terminado, en sendas oportunidades, en una guerra mundial. Hoy el mundo ya está en guerra permanente. La UE tambalea con panorama incierto en Francia y Alemania, nuestro MERCOSUR se diluye en peleas internas por impedir la permanencia de esta Venezuela en el bloque, el BREXIT, Turquía, Rusia, China, Hungría, Polonia y cada vez más etcéteras nos dan la pauta de un futuro sombrío, xenófobo y violento.

El oxígeno para sobrevivir deberá surgir puertas adentro. Tal como sostenía Goethe, nadie nos engaña, nos engañamos a nosotros mismos.