El viaje y la mudanza que vengo preparando hace meses comienzan con una sonrisa al vislumbrar tierra desde el avión, con el sol brillando como nunca antes para presentarme a las tierras que serán mi nuevo hogar durante el año que comienza. Extrañada, observo una hilera perfecta de molinos de viento en el medio del agua y, un poco más lejos, el impactante puente-túnel de Øresund que une tierras danesas y suecas.

Luego de un veloz viaje en metro desde el aeropuerto al centro de Copenhague, pongo el primer pie en la ciudad y miro alrededor. Dicen que las primeras impresiones son las que cuentan y Copenhague no decepciona; comienzo a recorrer la ciudad a pie, observando cada detalle fascinada como un chico en una juguetería. A pesar del frío intenso, la ciudad se deja ver muy bonita.

Es una ciudad que no avasalla con edificios gigantes o carteles de colores chillones sino que uno va descubriendo su belleza a medida que presta atención a su alrededor. Copenhague es bonita en sus puentes, en sus lagos y canales congelados por el frío del invierno, aun así llenos de patos y cisnes, como lo es en sus peatonales llenas de daneses y turistas por igual y en sus edificios con formas curiosas, de los cuales el que más llama mi atención es el Old Stock Exchange Building, cuyo chapitel espiralado me recuerda a los malvaviscos retorcidos de colores.

Algo que no se puede evitar notar, en cuanto uno empieza a recorrer, es la cantidad de bicicletas. Se habla de Copenhague como una de las ciudades más bici-friendly del mundo y la ciudad cumple con lo que debe. Las bicisendas, además de estar presentes en casi cada calle, son muy amplias y cómodas, con doble fila para cada sentido de circulación. Y para hacer frente a una cantidad de bicicletas que supera a la cantidad de habitantes, la ciudad cuenta con incontables lugares para estacionarlas.

Sigo recorriendo y llego a Nyhavn, una de las postales más típicas de la ciudad. Su nombre en español sería "Puerto Nuevo" y se trata de un paseo muy pintoresco a lo largo de un canal, enmarcado por barcos históricos y edificios de colores. Es una parada obligatoria para cualquier turista y un gran lugar para disfrutar una cerveza en el verano.

Al llegar al fin del canal, si se elige continuar caminando junto al agua del puerto, luego de unos 2 km se llega a la famosa estatua de La Sirenita. Inspirada en el cuento de Hans Christian Andersen, y a pesar de ser un poco menospreciada por algunos turistas debido a su tamaño (1,25 metros), es el símbolo más prominente de la ciudad y vale la pena verla.

Por otro lado, pese a sus maravillas arquitectónicas y naturales, la ciudad no sería lo que es sin sus habitantes, quienes hacen honor a la fama de amables que tienen los daneses. Una chica con dos bebés (por cierto, Copenhague parece tener una marcada tendencia a embarazos múltiples a juzgar por la cantidad de carritos dobles que se ven por la calle) se me puso a charlar muy simpática en la estación del metro al verme con mucho equipaje y, segundos más tarde, otra señora me ofreció ayuda en la calle cuando me vio mirando un mapa con cara de no tener idea de para dónde ir.

 Además de sus habitantes, un último elemento imposible de pasar desapercibido al recorrer esta ciudad es su idioma. Con sonidos muy particulares y sílabas que desaparecen mágicamente al ser pronunciadas las palabras, el danés definitivamente es un personaje más de esta maravillosa ciudad.
Hej hej!

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