De formas, fondos y peronismos
Es el debate por el sentido y para convocar a un pueblo dispuesto a cambiar las actuales desigualdades
Los últimos meses de la agenda política argentina han estado surcados por las discusiones internas de la coalición oficialista. Declaraciones, cartas, renuncias, testimonios cruzados en off y on se suceden en una tan desgastante como interminable serie de episodios que evidencian las diferencias existentes en el Frente de Todos. Ahora bien ¿en qué radican los desacuerdos? Propondremos ordenarlos en tres niveles analíticos, que aunque se solapan, pueden ayudarnos a esquematizar el escenario de discusión que atraviesa al poder ejecutivo nacional.
SOBRE LAS FORMAS
A riesgo de simplificar en exceso las facciones y a falta de un mejor nombre, sostenemos que la división entre “albertistas” y “cristinistas” presenta un primer nivel de diferencias en términos de estilos y formas de comunicar. En este primer elemento, superficial solo en apariencia, los primeros apuestan por una comunicación de baja intensidad que convierte en rutina hasta los anuncios con un capital político potencial relevante. Por ejemplo, el bono a monotributistas o los refuerzos de las jubilaciones, por mencionar solo hechos recientes, lejos estuvieron de tener centralidad o anunciarse con el suficiente ímpetu o la firmeza necesaria que apuntalen su sentido. Se elije en cambio cultivar la senda de la moderación, no exigirle a sus públicos demasiada participación y evitar abrir frentes de conflicto que siente que no puede ganar. Por contrapartida, el cristinismo apostó en el pasado y sigue haciéndolo por “formas épicas”, por construir hitos comunicacionales, moviliza su militancia y no teme en confrontar incluso con nombre y apellido a aquellos a los que divisa como opositores. Es ese estilo intenso lo que ciertos sectores del oficialismo le demandan al Presidente.
A esta diferencia, Alberto Fernández y otros funcionarios la resuelven indicando que "Alberto y Cristina piensan lo mismo en lo sustantivo" indicando que apenas se trata de un tema de formas. Sin embargo, es sabido que las diferencias por las formas son siempre síntoma de algo más profundo y que los estilos lejos de ser neutrales son performativos. Asumir modos de comunicar, etiquetas impuestas y ciertos estilos generan consecuencias y limitan el campo de acción de los actores. Esto nos lleva entonces a nuestro segundo punto.
Y SOBRE LOS FONDOS
En este segundo nivel, esos problemas que parecían ser de comunicación, son en realidad un desacuerdo por el modo mismo en que se concibe la gestión estatal. Por un lado, el albertismo entiende que el rol que le toca como gobierno supone fundamentalmente lograr consensos y sostener el llamado al diálogo con todos los sectores involucrados en cada problemática. Ello redunda en una fuerte visión posibilista que asume que las correlaciones de fuerza son tales que obligan al sometimiento del gobierno frente a ciertas decisiones que se le imponen desde fuera y ante las cuales su accionar resulta impotente. La manera en que se justificó el acuerdo con el FMI y el consabido “no había alternativa”; la demora en enviar el proyecto a la “renta extraordinaria” al Congreso o las idas y vueltas con la suba de retenciones, dan cuenta de esto. Todos los casos encuentran las mismas justificaciones: “no están dadas las condiciones para hacer algo diferente”. Así, la gestión estatal se parece más a la pura administración de situaciones sobre las que no es posible alterar su curso pudiendo solo comentarlas y lamentarse por lo que ocurre.
A distancia de esta mirada parece ubicarse el sector kirchnerista que no se cansa de señalar a la política como un conflicto de intereses contrapuestos y a la gestión estatal como la herramienta por excelencia para la transformación de esa correlación de fuerzas. Un discurso que coloca en el centro de la escena al conflicto y convoca a la generación de una esfera pública vibrante en la que se entiende que la producción de confrontaciones no es un problema para la democracia sino un paso necesario para la modificación del statu quo. Así, el problema ya no parecen ser entonces las formas, sino la firmeza de las convicciones.
SIEMPRE EL PERONISMO
A partir de lo dicho, en un tercer nivel, estas diferencias tienen efectos en la configuración identitaria del espacio. Lo que parece estar a la base de estas discusiones es ni más ni menos que dos modos de comprender al peronismo. Como un movimiento pragmático que se mueve al calor de los tiempos, buscando equilibrios sin tensar demasiado cuya principal virtud sería evitar que la cuestión social explote. Es decir, apenas un garante del statu quo. Versus un modo de entender al peronismo como un movimiento signado por la politización, por la desnaturalización de todo orden, por la oferta excesiva que permite imaginar que siempre es posible que las cosas se hagan un modo diferente.
Es en ese debate por el sentido del peronismo presente y sobre todo futuro, por la recomposición de esa promesa de plenitud por venir y por la mejor forma de convocar a un pueblo dispuesto a apoyar las causas necesarias para cambiar las actuales desigualdades, que parecen cifrarse las diferencias internas y lo que es más, el destino del gobierno y sus posibilidades electorales venideras.