Poco tiempo antes de la primera vuelta en la elección presidencial del año pasado, un avezado dirigente político afecto a la “rosca”, con pasado peronista y futuro incierto, vaticinó: “Si gana Milei, se rompen Juntos por el Cambio, el peronismo y todo lo que conocemos”. Dicho y (más o menos) hecho.

Claro que no sólo la política se ha roto por estos rumbos. Tras un ruinoso proceso de estancamiento inflacionario que acumula más de una década y después de un semestre de brutal ajuste ultra-ortodoxo, la economía no evidencia signos de recuperación y el ministro Caputo tampoco ha presentado todavía una convincente hoja de ruta para salir del laberinto. Por el lado social, un tendal de víctimas se han quedado sin asistencia o se caen del empleo, y son legión los asalariados en blanco que se hunden en la pobreza, reducen su consumo o se comen los ahorros. En este contexto, nadie puede reclamar originalidad de ninguna calaña si observa que las fuerzas políticas que caminan por las veredas de la oposición se encuentran “desmembradas”, “disgregadas”, “fragmentadas” o “atomizadas”. Pero el asunto se pone algo más interesante si nos preguntamos: ¿Cuáles son los patrones de clivaje que diferencian esos imprecisos y dispersos miembros?

Una manera de entrarle a la cuestión es recordar el peculiar sendero político-electoral que depositó a Milei en la Casa Rosada: un líder de extrema derecha sin ninguna experiencia de gestión, carente de partido político, huérfano de equipos de especialistas y alegremente desprovisto de un plan de gobierno, en poco tiempo fue capaz de colectar una pila de votos en (casi) todas las regiones del país, en diferentes grupos de edad (en particular entre los más jóvenes) y a lo largo de toda la escala social. Insisto en la paradoja: alguien que ocupa un “extremo” del espectro ideológico pero que se las ingenió (obviamente, con la desinteresada colaboración de sus adversarios) para ubicarse ante la sociedad en el “centro” de las opciones electorales.  

Como en “Las madres de Milei” ya me ocupé de las principales causas de su victoria, ahora me voy a referir a algunas de sus actuales consecuencias políticas. En este sentido, la irrupción del ex novio de Fátima Flórez alteró significativamente (ya veremos si de manera perdurable o no) la lógica de acumulación electoral “clásica” que venía mostrando la democracia argentina. Para decirlo rápido: el voto peronista ha tendido a asociarse de manera “inversa” con la pirámide socio-económica y educativa, esto es, a menor ingreso y/o educación, más votos para las candidaturas del justicialismo; por su parte, el voto “no peronista” se ha venido correlacionando de manera “directa” con la posición social: a mayores ingresos o mejor educación el sufragio se ha inclinado por opciones liberal-republicanas, radicales, del PRO, etc.

En este marco, si pudiéramos hacerle hoy una radiografía al esqueleto de las diferentes oposiciones, el cuadro general nos mostraría –al menos- dos tensiones que las atraviesan de punta a punta: un corte “vertical” (entre dirigentes y votantes), y una serie de fracturas “horizontales” (entre dirigencias, proyectos y eventuales candidaturas para el año que viene). Es importante tener en claro que el primer clivaje condiciona fuertemente al segundo, aunque el impacto no es homogéneo en los distintos espacios partidarios. Así, por ejemplo, el campo no peronista comparte con el oficialismo buena parte del mismo electorado “socio-cultural”, mientras que distintas porciones del peronismo tratan de hacer pie parados encima del mismo electorado“territorial” que el año pasado votó por el candidato presidencial de La libertad avanza.

Desde esta perspectiva, un dilema que carcome a los dirigentes no peronistas es cómo interpelar a un votante que –en líneas generales- todavía mantiene la “esperanza en el cambio” personificada por Milei, pero que a la vez viene sufriendo en carne propia los efectos de su feroz política de ajuste. El abanico de posiciones adoptadas por Bullrich, Macri y Lousteau es una nítida ilustración de tres apuestas tácticas distintas pero atravesadas por la misma tensión.

En el primer caso, una veterana dirigente como Patricia Bullrich conjuga el verbo gobernar en presente del indicativo y busca consolidar el apoyo de los sectores de clase media y media/alta que votaron a Milei. El núcleo duro de dichos sectores esgrime -contra viento y marea- susbanderas de “batalla cultural” y profesan un profundo espanto ante lo que venga del peronismo en cualquiera de sus envases. La ministra de seguridad entiende que las fuerzas de centro y de derecha deben confluir todas en una misma coalición, porque sin ese sostén el gobierno enfrenta una probabilidad nada desdeñable de culminar en un naufragio.

En el otro extremo de esa rara figura de geometría variable se ubica el ex ministro de economía de la 125 y en la actualidad presidente de la UCR: un hombre bastante más joven que ha comprado boletos para viajar al poder en el 2025 y sobre todo en el 2027. Con ese cuadro en mente, Martín Lousteau pretende representar especialmente a los sectores clasemedieros que sufren –y él calcula con respetable matemática que van a seguir sufriendo- las consecuencias negativas del esquema económico de Milei, pero que navegan por aguas distantes a las del bullrichismo. Esas fracciones de la ciudadanía aceptan el vigente rumbo pro-mercado (sobre todo contra el recuerdo fresco del populismo kirchnerista), pero rechazan el inocultable sesgo social pro-riqueza de las políticas gubernamentales (mientras las jubilaciones se congelan por debajo de la línea de pobreza se rifan beneficios fiscales a los sectores más concentrados del capital), sienten una creciente repulsa a los desaforados modos que el primer mandatario trasladó de sus grotescas apariciones televisivas de entrecasa a los escenarios internacionales, impugnan el destrato que dispensa a quienes osan contradecirlo, lamentan su débil preocupación por la institucionalidad republicana (el Parlamento es un “nido de ratas”…), o cuestionan los evidentes déficits de gestión en distintas áreas, debido a una mezcla de desconocimiento en el manejo de los asuntos del Estado, desinterés por la resolución de problemas o mera improvisación.   

En el medio, el ex presidente de Boca Juniors–que hizo una contribución memorable para destruir su propia flota en el 2023- oscila en un indeciso péndulo de posiciones que mezcla dosis cambiantes de acercamiento (sus seguidores quieren que al gobierno “le vaya bien”), un inevitable afán de diferenciación y una mescolanza de ojerizas personales. En esas idas y vueltas Macria ceptó dejar por unas horas el cálido sol europeo para venir exclusivamente a chupar frío en la gélida noche tucumana el pasado 9 de julio, pero no está dispuesto a comer vidrio.Como botón de muestra valga el reciente reclamo al Poder Ejecutivo por los fondos coparticipables de la Ciudad de Buenos Aires: es obvio que no sólo es una cuestión de plata en tiempos de escasez, que no es poca cosa, es también un notorio posicionamiento de poder. Los dirigentes amarillos más cercanos a su fundador entienden que una manera de volver a delinear la desdibujada figura del PRO es hacerse fuertes en su patria chica, galvanizando a un electorado que hace equilibrio inestable montado sobre una molesta disonancia cognitiva: no quiere saber nada con el regreso del kirchnerismo pero a la vez ha comenzado a padecer las consecuencias de haber votado masivamente por Milei. Ya sea que hacia el futuro acaben en la misma bolsa, o terminen corriendo por carriles separados, las cabezas políticas de la familia Macri (Mauricio y Jorge) tienen claro que si no conservan el apoyo de la ciudadanía porteña, se caen del mapa. 

Y hablando de mapas, un comentario final sobre la dimensión territorial de estas tensiones políticas. Los vaivenes en la conducta de los gobernadores en gran medida se explican no sólo porque necesitan recursos que indefectiblemente entran por la ventanilla de Nación, también se enfrentan a una obvia restricción política interna, que por ahora no ha dado un vuelco significativo: en el ballotage del 19 de noviembre de 2023, Milei ganó en 21 de los 24 distritos electorales del país (recordemos que Massa sólo ganó en Buenos Aires, Santiago del Estero y Formosa). Y algo parecido sucede si le ponemos la lupa a los municipios en la Provincia de Buenos Aires(Milei se impuso en la segunda vuelta en 108 de los 135 distritos, allí donde en las elecciones del 22 de octubre la boleta de Kicillof ganó en 88 municipios, el PRO en 43 y las huestes de Milei apenas en 3). Por eso los ejecutivos sub-nacionales están obligados a peregrinar sobre un delicado filo donde se mezclan sus necesidades fiscales inmediatas con una base electoral que necesitan reconquistar de cara a las elecciones del año próximo. Mientras el clima de la opinión pública siga favoreciendo al titular del sillón de Rivadavia –aunque con números cada vez más ajustados-, las jefaturas territoriales seguirán haciendo los mismos malabares que han hecho este primer semestre.

En el camino, las mediciones que están registrando diferentes consultoras muestran un paulatino desplazamiento de preocupaciones en la sociedad. Al compás de la profundización de la crisis recesiva, con sus devastadoras secuelas en términos de cierre de establecimientos y pérdida de puestos de trabajo, la inflación empieza a salir lentamente del centro de la escena, y la inquietud por el empleo comienza a subir de manera vertical (por ahora, ésta es la única “v” corta que se divisa en el horizonte).

Quizás a Milei le esté llegando el tiempo de ese desafío clave que enfrentan todos los outsiders: en el marco de una notoria fragmentación de los espacios políticos, el recién llegado que trepa rápido al poder -a fuerza de capitalizar un descontento amplio, disperso e incluso contradictorio-, suele transformarse en víctima no menos voraz de los que se desilusionan con las primeras decisiones adversas. No son pocos (ni pocas) quienes están esperando el momento justo para pescar en esas aguas revueltas.