No es novedad que –en la historia moderna y contemporánea- la homofobia sea utilizada políticamente como herramienta discursiva para retroalimentar sentimientos de odio en ciertos sectores de la sociedad, sedientos de revancha frente a años de reconocimiento de las minorías culturales, máxime en los gobiernos de ultra-derecha. Ahora bien, muchos/as se preguntan cómo es que en 2025 se sigue discutiendo sobre la ligazón entre las preferencias sexuales de las personas y cuestiones de magnitud tales como los valores, la moral, la morfología de las instituciones ola propia justicia.

Para ensayar una respuesta a este interrogante aparentemente absurdo (pero no tanto, visto el presente en el que nos encontramos), quizás resulte necesario hacer una pesquisa sobre el carácter homofóbico de nuestra cultura, y así determinar cuán anquilosada se encuentra esta matriz de pensamiento y acción.

Voy a ensayar una pesquisa acudiendo a un registro quizás poco riguroso, poco holístico, pero -a mi criterio-suficientemente potente y demostrativo del carácter homofóbico de nuestra cultura. El archivo será, con motivo de esta nota, el de mi memoria. Una memoria que mezcla imágenes, emociones y razones. Quiero aferrarme de un manojo de recuerdos re-inventados, re-significados, porque al fin y al cabo son acervo cultural, archivo de la socialización de la homofobia, del carácter avasallante de ideologías dominantes, pero también, de formas un poco más solapadas en las que opera la hegemonía.

Lo primero que recuerdo, en relación con la construcción de cierta masculinidad dominante, me retrotrae a mi infancia en los años 1990 y a mi adolescencia en los primeros años 2000. Yo era un niño de una familia fabril del barrio de Tolosa (La Plata), que vivía en una casa muy pequeña, gobernada por la obediencia a una rectitud moral, que se basaba en el sacrificio, la abnegación, la superación estoica de los problemas y tal vez, cierto endurecimiento de las emociones frente a cuestiones vistas como “más importantes”.

Pero también era una casa sensible, marcada fuertemente por la radio, la música, el cine, televisión, con sus programas y películas, que fueron mis sensibilizadores, mis educadores emocionales. Mi crianza tuvo importante presencia de mi madre y de mi abuela, mujeres tradicionales en varios aspectos, dedicadas por completo al cuidado, a la reproducción de la fuerza de trabajo y que, de a ratos, seguramente se proyectaban como mujeres independientes en imágenes televisadas. También estaban mi viejo y mi abuelo, figuras más distantes, asociadas con el trabajo, lo público, a las personas que tomaban las decisiones importantes. Mi hermano mayor era una figura masculina más cercana, con quien podía conversar, un compañero de juegos y aventuras, quien de alguna manera (voluntariamente o no) me transfería criterios de masculinidad, por una cuestión claramente, de asimetría generacional, y/o por una tarea que tenía latentemente encomendada.

Como decía antes, un elemento aglutinante de esa familia fabril, que recuerdo ciertamente homogénea,era el aparato negro o gris, que rellenaba vacíos, que traía alegrías y tristezas a la mesa, que acercaba mi barrio a la ciudad, la ciudad al país, y el país al mundo, al menos, a aquel mundo de la globalización, no muy diferente del actual. A través de la pantalla brillante consumí personajes de acción rudos, solitarios, musculosos, invulnerables, y otros tantos atributos masculinizantes. También, en el cine nacional de los domingos por la tarde, después de las carreras de Turismo de Carretera, me devoré las películas que combinaban el humor con el machismo, la homofobia, la discriminación hacia las personas obesas, negras, locas y a cualquiera que portara un signo o síntoma que se corriera de la normalidad instaurada por aquel entonces: la del tipo que era vivo, pícaro, mentiroso, mujeriego, engañador, a veces arrepentido, (in) felizmente casado, discreta o abiertamente homofóbico. También era la normalidad las mujeres que seguían a esos varones, y que funcionaban como cebos eróticos y aleccionadoras morales ante cualquier actitud desviada.

La discriminación y la violencia contra la homosexualidad corría a chorros y con total obscenidad en la cultura televisada de los años 1980 y 1990. Como reverso de la misma moneda, la idolatría hacia personajes masculinos y solitarios, o “bien acompañados” por mujeres dóciles, obedientes, recatadas y/o hipersexuadas. La homosexualidad, en particular, era reflejada como fetiche o diversión en algunos programas, y al mismo tiempo era tratada como una aberración o patología, y violentamente castigada. En la película Bañeros II: La Playa Loca, de 1989, a un personaje sumamente masculino y rudo, que está veraneando en las playas de Mar del Plata, le pintan (a modo de broma y venganza por su hipermasculinidad) en la remera la palabra “Maricón”. El chiste se transforma en algo decididamente violento cuando el personaje es atacado verbal y luego físicamente por un conjunto de varones hiper-masculinizados que le dicen “acá los maricones no entran”. Imagino a tantas personas riendo (aún hoy) por esa escena. Los ejemplos se me vienen por cientos o miles.

Ahora bien, siguiendo a Rymond Williams, toda hegemonía supone por principio, una resistencia, una fisura, un espacio por donde se pueda colar un contra-poder, una contra-hegemonía o hegemonía alternativa. No sé si este es el caso, pero en aquella infancia de los 90’, con los héroes de las películas de acción y los humoristas homofóbicos, también aparecían músicas y músicos en la radio cassetera de mi casa fabril, que más tarde me ayudarían a impugnar la cultura homofóbica que desayunaba, almorzaba, merendaba y cenaba.

De pequeño escuchaba canciones de Queen, y mi hermano me hablaba de Freddie Mercury, a quien yo eventualmente confundía con el nombre de la banda. Tengo un vago recuerdo de su muerte en noviembre de 1991, por una enfermedad que con el tiempo comprendí como VIH/Sida, pero que en ese momento sólo me resonaba como algo injusto. Pues, cómo iba a morir, tan joven, una persona tan talentosa. En fin, en ese momento de mi infancia quedó esa punta de lanza, pues en mi adolescencia me hice fanático de la musicalidad de Freddie, sin comprender casi nada del idioma inglés, pero admirando su imagen, su estilo y su historia, reivindicándolo como homosexual, con poster en mi habitación, sin que eso representara ningún conflicto de intereses para mí, varón cis-heterosexual.

Por aquel entonces, empecé a comprender un costado más solapado o encubierto de la homofobia, en particular, y de la discriminación, en general. Comencé a darme cuenta de que muchos varones y mujeres, muy cercanos, hacían un esfuerzo muy grande por reconocer a Freddie Mercury como músico pues les pesaba sobremanera su condición sexual, su enfermedad (todavía considerada una aberración, una peste, producto de la promiscuidad, las drogas, la vida desenfrenada, etc.); y su muerte, vista en algunos casos, como un justo castigo. Entre los argumentos que he escuchado recuerdo “la verdad que fue un tipo muy talentoso, lástima que…”. Yo ya me preguntaba, en cobarde silencio: ¿Por qué una persona debe ostentar alguna virtud o talento en sobre-proporción a la de un varón blanco heterosexual para conseguir su apática aceptación o su rechazo lastimero?

Vi muchas películas en mi adolescencia y años después, donde se trabaja con un argumento similar: el negro que tiene que hacer un esfuerzo enorme para demostrar que es una persona de honor, el ciego que tiene un talento incomparable en la música, como credencial para ser aceptado en una sociedad de blancos y videntes, y así, infinitos ejemplos.

La pregunta sería, entonces, bajo qué circunstancias la diferencia (una o varias), se vuelve una cuestión política, expuesta como un problema en el marco de un discurso. Es decir, en el marco de qué contextos sociales la homofobia es utilizada como herramienta política, primero, para señalar a un enemigo, y segundo, para construir un “nosotros”. Un “nosotros”, los varones, los machos, los que toman las decisiones, los que van por el justo camino, los que ostentan una rectitud moral a pesar de las diferencias económicas, culturales o educativas, los que tienen la capacidad de juzgar la incorrección moral de los otros, los que, en definitiva, legitiman la aniquilación de la otredad, no solo en términos simbólicos, negando y borrando, sino en términos materiales, aplastando con los aparatos represivos del Estado.

Y cuidado, que el filósofo Byung-Chul Han viene haciendo todo tipo de lecturas en relación con esta fase del capitalismo global, minada por las ultra-derechas, según la cual nos encontramos frente al “infierno de lo igual”. Según él, nuestras sociedades están atravesadas por el mandato de la diversidad, aunque en realidad el contacto con el otro, con lo otro, va desapareciendo en detrimento del contacto con uno mismo. En este escenario narcisista, lo igual se presenta de forma infernal o aplastante porque ese otro al final nunca es alcanzado, nunca es aprehendido, nunca es traspasado, sino consumido en la superficie. Ahora bien, lo enmarañado del discurso de las nuevas derechas es la convivencia entre principios liberales, basados en la presunta libertad del individuo, y principios morales basados en normas homogenizantes y excluyentes de las diferencias (o de ciertas diferencias) que paradójicamente suponen o devienen del ejercicio de las libertades individuales.

No es de sorprender, entonces, que reemerjan discursos que apelan a un pasado no muy lejano donde predominaba “la familia”, donde las cosas eran más claras en términos de roles y atribuciones y donde ciertas diferencias, como las que derivaban de una elección diferente a la hetero-normativa, eran castigadas y corregidas. Se convoca, con estos discursos de odio, a esos argentinos y argentinas que reían con la película del domingo, con los chistes homofóbicos, con la burla a la obesidad y a otros tantos cuerpos tullidos, para reconocerse iguales pese a las diferencias económicas.

La batalla, entonces, no se libra únicamente en el campo de la política sino fundamentalmente en el campo cultural. No sólo se trata de explorar el pasado, examinar e inquirir el presente, sino también, y como creo que es urgente, la tarea necesariamente correlativa es la de (re) construir una narrativa superadora de la violencia discursiva del adversario político e ideológico, que hoy es más claramente distinguible, pero que históricamente se ha vestido y vestirá con distintas pieles.