En Castelar nunca veía agua. Sí, claro que veía el agua salir de la canilla o el agua de la lluvia, pero no agua-agua. Tampoco veía montañas, a menos que se cuenten los montículos de tierra junto a la autopista. Será por eso que siempre que cruzo el Nishava camino un poco más despacio, entonces miro de qué color está hoy (casi transparente, rojizo, verde, marrón, turquesa), chequeo el nivel del río y trato de divisar si en la cima de esa enorme Suva Planina que se ve en el horizonte está lloviendo.

A veces me detengo y espero que cambie el semáforo junto a las antiguas murallas de la ciudadela otomana, como si fuera tan normal y rutinario toparse con siglos de historia. Más aún, si el invierno balcánico no golpea muy duro, camino por un parque que tiene vestigios romanos de dos milenios de historia.

En verano las orillas del río se cubren de jóvenes que beben cerveza despreocupadamente mientras alguien improvisa con una guitarra. No es que falten bares en Nis, pero encerrarse no vale la pena cuando el Nishava regala ese viento que baja suavemente desde las montañas del este. Los restaurantes siempre están llenos y ni siquiera los más turísticos son caros, las mesas ocupan calles o veredas y a nadie le importa, como a nadie le importa el humo de cigarrillo en los lugares cerrados.

Bonaerenses por el mundo Por las márgenes del río en Nis, Serbia

Casi todos los serbios fuman y no he encontrado demasiados sitios en donde esté prohibido tal vez algún hospital, jamás un restaurant. En todas las mesas hay sobredosis de carne (incluso para el acostumbrado estómago argento), algo de vino y pequeñas copitas que son rellenadas periódicamente con más de esa fuerte rakia que se supone abre el apetito.

Los celulares quedan indiferentemente apostados allí porque a nadie se le ocurriría tomarlos, ni siquiera cuando los comensales bailan entre un plato y el siguiente. Y claro, pan, siempre pan, porque los serbios aman el pan y mantienen una inconcebible cantidad de panaderías abiertas las 24 horas, a veces 2 ó 3 por cuadra, donde venden desde pizza hasta helados. Como puede llegar a haber una diferencia de 60°C entre verano e invierno, la vida debería ser bien distinta a partir de diciembre, pero no. Tan sólo las orillas del río están un tanto menos concurridas.

Cada tanto visito el Centro Latinoamericano, donde compartimos galletitas y charlas con alumnos de español, a veces organizamos actividades, clases o la presentación de mi libro en la Biblioteca Nacional. La oficina está en Obrenoviceva, una peatonal con shoppings, cafés, bares, negocios y demasiadas casas de apuestas. Al final de la calle hay una plaza central que no tiene iglesia pero sí monumento ecuestre y McDonald s, y que se constituye como punto de todos los encuentros, de todas las citas.

Alejándose del río la calle se encamina hacia Chair, un parque con centro de deportes donde últimamente estuve yendo a patinar sobre hielo tan sólo porque es divertido y barato. Y cuando paso por la zona, miro al estadio con el entusiasta recuerdo de aquella vez que lo vi allí jugar a Novak Djokovic.

Bonaerenses por el mundo Por las márgenes del río en Nis, Serbia