Javier Milei sorprendió a todos en su primera apertura de sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación proponiendo el “Pacto de Mayo”. Para propios era la demostración de que el presidente no quería gobernar solo, para ajenos, un ejemplo de la imposición de agenda que buscaba el oficialismo. Con el diario del lunes, sabemos que Milei -mal que le pese- tuvo que pactar con la casta, y que esos pactos no fueron absolutos.

La política argentina y su formato, más allá de las intenciones de sus actores, obligan a las partes a formar pactos. Esto es un legado del Pacto de Olivos. El señero acuerdo entre Menem y Alfonsín introdujo varias reformas: reelección presidencial, elección directa del presidente, la segunda vuelta electoral, el tercer senador por la minoría, elección directa de los senadores, la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, la creación del Consejo de la Magistratura y la creación de organismos de control -como la AGN-, entre otras. La consecuencia de este pacto fue doble. Mientras que, por un lado, la figura presidencial salía fortalecida, por el otro, ésta no podría gobernar sola, sino que iba a necesitar siempre acuerdos para las cuestiones más sensibles -a menos que tuviera una mayoría legislativa propia abrumadora-. Siempre iba a haber una segunda fuerza -la UCR, en los ojos de Alfonsín al pactar- que sirviera como contralor, y pusiera un freno para los cambios más profundos.

El gobierno de Milei, aunque con lentitud, mostró que puede negociar en la arena legislativa y obtener triunfos. La Ley Ómnibus fue un buen ejemplo de ello. Sin embargo, hay algo que el Pacto de Olivos no previó: ¿cómo se iban a lograr acuerdos con un elevado nivel de fragmentación? La literatura en ciencia política, y la historia argentina, nos muestra que el camino más sencillo sería el de la polarización ordenada. Si se lleva la discusión legislativa a un enfrentamiento entre dos bandos, y se generan los incentivos para armar un bloque oficialista nítido, el presidente bajaría los costos de negociación, ya que le quedarían menos actores con los que negociar. ¿Cuál es el riesgo de esta lógica? Que la oposición se aglutine nítidamente en confrontación con el gobierno, y al mismo tiempo que el oficialismo mute su forma.

Al día de hoy, esto no parece ser el escenario, por dos razones. La primera, la oposición se encuentra extremadamente fragmentada. El peronismo se encuentra vacío de liderazgos, golpeado después del escándalo de Alberto Fernández, y a sabiendas que el kirchnerismo sigue siendo un primus interpares. Adicionalmente, los gobernadores peronistas necesitan negociar con el gobierno para sobrevivir, y por lo tanto, no pueden permitirse el lujo de ser opositores tajantes. La segunda tiene que ver con el oficialismo y su purga reciente. Las salidas de distintos diputados y senadores de sus bloques (basten mencionar los ejemplos de Carolina Píparo, Oscar Zago y Lourdes Arrieta en Diputados, o Francisco Paoltroni en el Senado) muestran la debilidad en este sentido. Mientras que el oficialismo hace más nítida su propuesta, excluye a parte de sus miembros. Ahora bien, el problema está en que en la medida que esa propuesta se materializa, se hace necesario pactar para obtener medidas: los nombramientos en la Corte Suprema, o bien el presupuesto para el año próximo. En otras palabras, Milei tiene que sentarse a negociar con la casta para obtener lo que necesita, mientras que tiene que mantenerse firme en su discurso y actitud anti-casta para seguir manteniendo el favor de la opinión pública y la credibilidad de sus contrapartes.

El Pacto de Olivos representa para Javier Milei una especie de precipicio que debe evitar. Por un lado, sin acordar con la dirigencia política no podrá emprender ni cambios profundos, ni reformas menores, ni obtener leyes básicas para gobernar en la cotidianeidad. Por el otro, si Milei no se mantiene fiel a sus propuestas de campaña -y a su forma de gestión- se acerca a los problemas de las gestiones anteriores, castigadas por el electorado y la opinión pública por ello. El primer paso para evitar caer en ese precipicio es el ordenamiento de su estructura interna, para saber con qué cuenta para negociar. El segundo es, dentro de esa estructura, delinear cuáles son los límites de la negociación. Es decir, hasta dónde se está dispuesto a ceder. El tercero, y último, es comenzar la negociación, teniendo en cuenta que los actores están fragmentados, y por ende, las demandas serán muy diversas -y a veces contradictorias entre sí-. Pero el Pacto de Olivos no deja alternativas: la Argentina se gobierna negociando y acordando, y eso requiere un oficialismo fortalecido.